Mohamed Asir, nació en Mauritania en una tribu nómada que cada cierto tiempo llegaba a Nouadhibou. Tenía 12 años cuando comenzó a oír las palabras Tenerife y Marsella, en su cabeza idealizó estos lugares y su vida polarizó un objetivo, llegar a ellas. Prometían una mejor vida.
Mohamed era muy diestro con sus manos y su fortaleza juvenil le hacía dueño de su mundo, desde colaborar en tareas de pesca, manejo de animales, transporte de bultos, orientación en el desierto, creador artesano. Orgulloso y honesto, capacidad de sufrimiento y respetuoso con los demás por su conciencia religiosa.
Cuando Mohamed tenía 16 años se tropezó con una caravana de gente muy diversa, nigerianos, senegaleses, guineanos y algunos mauritanos. Iban al norte, a Europa, ilusionados y atemorizados, escapando no sabia de que, pero se iban con lo puesto,... No se hizo más cábalas, tendrían su motivo.
Dos años más tarde otra caravana volvió a encontrarse con Mohamed. Algunos le eran conocidos, tenían los ojos hundidos, no sabían donde ir – caminaban porque la caravana se movía - . Mohamed preguntó, ¿qué pasó?..
Aquellos ojos grandes, cansados, miraban la arena. El del turbante azul le miró con ojos profundos y le dijo:
Embarcamos y llegamos a otra costa, hacinados, fuimos arrojados a la playa y corrimos lo que las fuerzas nos dejaron. Nos perdimos de vista unos a otros.
La sed me ansiaba y el frío me agarrotaba, aún así llegué a un grupo de luces. Según me acercaba los ladridos de los perros retumbaban más en los oídos. Un pajar me dio cobijo. Un tiempo para calentarme, después volvió a morder en mi la sed. ¿Por qué tenía tanta sed?, un vaso de leche de camella o de cabra y salvado.
Fue agua lo que me sació, al lado del pajar había un abrevadero que descubrí después del susto que me acompañaba, aspiré el agua como un camello y no me importaron los sólidos que encontré.
Los perros volvieron a ladrar.
Las estrellas se camuflaron entre la luz naciente que dio color al cielo.
Ruido de puertas en las paredes blancas, sonidos de pasos en los empedrados caminos.
Mi corazón se salía del pecho impidiéndome oír todo lo que quería.
Seguí entre la paja los pasos eran cada vez más nítidos.
El sol rojizo comenzó a alumbrar el pajar.
En mi mente, que no venga con perro.
Una sombra ocultó el sol en el umbral del pajar. Tuvo intención de entrar, al fin se alejó para volver de inmediato con una horca encima de un carro con rueda. El hombre de túnica corta de cuadros y parte de abajo oscura, asió el tridente y lo hincó en la paja cerca de donde yo estaba, y fue traspasando paja al carrillo. Cuando lo hubo colmado lo asió por las varas y lo empujó fuera.
Volvieron a ladrar los perros.
No sabía que hacer, si salía, ¿que decía?.
Vuelta la sed, - apretaba -, debía ser por el miedo.
Me sentía tan distinto del hombre del lugar, y tan igual.
Tampoco podía continuar mucho tiempo allí.
¿Qué harían cuando me vieran, que pensarían de mí?, ¿Sentirían miedo, temerían daño por mí?.
Recordé cuando era niño el alacrán debajo de la piedra que mi curiosidad llegó a levantar y mi miedo, sujetándolo tan fuertemente que llegué a matar antes de que pudiera hacer nada.
Pensamientos cruzados ocupaban mi mente cuando un ladrido vecino a mi oreja me erizó los pelos.
Una cabeza afilada, de frente a mí con sus dientes al aire me miraba furiosamente. Apenas oí los pies que volvieron sobre sus pasos del hombre del lugar que poco antes había estado con el horca tan cerca de mí. Llamó enérgicamente al perro pero no le hizo caso, eso le alarmó y cogió en su mano un mango de madera. La situación me hizo levantarme, el perro se aproximó a mí ladrando con más fuerza y el hombre hizo ademán de golpearme.
Grité nou y caí de bruces sobre mis rodillas entre la paja.
El hombre bajó su palo y agarro al perro poniéndolo detrás de si.
El hombre habló y yo no lo entendí, pero le supliqué, me indicó con un gesto que quedara allí.
Se llevó al perro, al instante estaba de vuelta.
Me volvió a hablar y tampoco le entendí.
Mi actitud era totalmente vulnerable y sumisa.
Mis ojos se llenaron de lágrimas que rodaron al vacío, cuando una vez más mis labios besaron el suelo implorando comprensión a mi dios.
El efecto de sumisión y súplica tuvo su efecto y la agresividad del hombre descendió.
El hombre me agarró por el brazo y me levantó, alzó mi cabeza y mis ojos vieron los suyos.
Me habló otra vez y yo no lo entendí.
No aguanté su mirada. Con la cabeza levantada bajé mis ojos.
Sujetó mi brazo y me empujó para que lo acompañara.
El sol ya estaba amarillo. Me condujo a lo que parecía su casa.
Los perros volvieron a ladrar.
Traspasamos la puerta y entramos en lo que parecía la cocina, me sentó en un soporte de madera y me dio una cunca de leche cuya necesidad yo había olvidado.
Intentando controlar mi respiración bebí tan rápido como pude, me atraganté y la leche pasó de mi boca a mi nariz.
En mis miradas furtivas pude ver un asomo de sonrisa en aquel hombre que en pie no me quitaba ojo de encima.
Me volvió a hablar, esta vez acompañado de gestos, me decía ¿Quién era?, ¿Qué hacía allí?
Le respondí – Alí Jehba – venia de Africa.
¿Cómo había llegado?
Por mar.
El hombre guardó silencio manteniendo la mirada.
Rechinaron las bisagras de una puerta que daba a la cocina y entró una mujer mayor con un pañuelo oscuro sobre la cabeza.
Sorprendida miró con curiosidad a Alí.
Preguntó ¿Quién es?
No sé, dijo el hombre, llegó por mar, seguro que en una patera.
¿Qué vamos a hacer?, preguntó la señora.
Avisar a la guardia civil, dijo él.
Alí cayó de bruces de nuevo, con gestos imploró que trabajaría para ellos.
Los perros volvieron a ladrar.
El hombre se sentó con gesto cansado. No sé, dijo.
Extendió su brazo e hizo ademán de levantar a Alí.
Alí se levantó y volvió a su soporte de madera. ¿Más leche?, dijo él.
Alí negó con la cabeza.
El hombre se levantó y le indicó con señas a Alí para que lo siguiera.
Salieron de la cocina y se dirigieron a una estancia al otro lado del pajar. Allí había un carro, colgados del techo otros enganches, al fondo un caballo se levantó bruscamente.
Alí aprendió a enganchar el caballo, llevarlo de la mano a los montes vecinos, cargar leña, hierba y rastrojos.
Pasado el susto inicial y vistas las intenciones de sus nuevos protectores, Alí cargaba, descargaba, hacía todo lo que le mandaban.
Los perros seguían ladrando.
Al día siguiente a su llegada, dos hombres uniformados habían hablado con el hombre, al rato se habían marchado y no habían vuelto por allí.
En la cabeza de Alí volvió a aflorar su idea de disolverse en alguna ciudad para encontrar algún trabajo y "prosperar".
No sabía como hacer con los que le habían acogido, por su pensamiento pasaba el huir o el decir que quería irse.
Estuvo dos días con estos pensamientos turbulentos, a la mañana siguiente recibió al hombre en el pajar con un atadillo en el que había un paño blanco envolviendo un trozo de queso y una botella con agua.
EL hombre lo miró fijamente, le puso su mano en el hombro y le invitó a entrar en la cocina.
Le dio su cunca de leche y le metió en el atadillo dos trozos de pan, otro de queso y una manta desarrapada.
Los perros volvieron a ladrar, el hombre le señaló un camino y una dirección, le dijo con la mano 2 días.
Alí no sabía si eran suyos los pies que aguantaban su cuerpo, no los sentía.
La fatiga del camino se extremaba por el susto en el cuerpo que le hacía jadear en todo momento.
Su mirada no reposaba en ningún lugar, izquierda, derecha, atrás. Temiendo siempre encontrarse con alguien y deseando llegar para mezclarse con todos.
La sequedad en la boca.
La palidez de la piel.
La taquicardia.
La inquieta y rápida mirada.
La respiración entrecortada.
Estas sensaciones no las sentía diferenciadas, concluían en un estado de desazón angustiosa.
Un recodo sombreado del camino ayudó a que Alí se llevara algo a la boca, se tumbara y se adormeciera.
Las cimas de la cordillera se recortaban en el cielo ahora a contraluz. Tenía que pasar aquella cordillera, Alí pensó que no las cruzaría hasta el día siguiente.
Las sombras se hicieron larguísimas y en una ladera orientada al sur, Alí se envolvió en su manta abrazando el atadillo en su regazo.
Sus pensamientos vagaban por su mundo, recordando su familia, sus trabajos, sus obras, su quietud, Dándose ánimos y haciendo fuerza de que en este otro mundo iba a estar mejor. Su respiración algo entrecortada se fue acompasando y en su mente mundos dentro del mundo.
No dejaba de vigilar aquellas columnas de humo en la ladera este de la sierra intentando evitarlas.
Tuvo que salirse del camino para coger otros.
La cumbre era suave para alcanzar a ver, otra cumbre, esta sí más aguda y próxima.
Desde lo alto, sus piernas temblaban, un extenso valle con la tierra muy arreglada y algún plástico, al fondo una mancha artificial color blanco apagado, rojizo y una boina encima de aire sucio, como el de los incendios. Carreteras cruzaban el valle con intenso tráfico.
Recorrió con la vista el camino que quería seguir para llegar a la ciudad, lo siguió por las zonas más frondosas, nunca agradeció tanto al maíz su protección.
El último mendrugo de pan cundía por lo duro. Estaba cansado, asustado y algo desfallecido.
Llego el momento, de salir a la carretera por la que circulaban varios coches. Hizo una pausa antes de salir, se sacudió las ropas y los botines, arregló el atadillo y se lo puso bajo el brazo, ya anochecía, dio el paso y emprendió la marcha con la cabeza alta, despejada y decidido.
Se cruzaba con algunos hombres y mujeres, lo miraban, él a ellos no, su mirada fija al frente intentaba disimular su inquietud. Ya entre edificios oyó el jolgorio de los niños en un parque.
Los perros no le ladraban, le olían.
Atento a los uniformes para evitarlos, dudó de seguir entrando.
Decidió buscar un refugio por allí, quizás el parque de los niños. Dio vueltas a la plaza.
Unos sopórtales enfrente de los contenedores de basura fue el sitio elegido.
Cajas de fruta vacías al lado de los contenedores, al otro lado cajas de fruta con alguna fruta pasada. Se acercó precavido y ansioso, se agachó de espaldas a la plaza, sus manos nerviosas y temblorosas pasaron la fruta rápidamente de las cajas a su regazo.
Se dirigió al fondo de los sopórtales, ni noto el fuerte olor a orina. Apoyó su espalda en la esquina. La plaza parecía vacía. Miró la fruta, la escogió y comenzó a comerla ávidamente.
Las horas pasaron en un sueño – vela.
El cuerpo pedía más sueño, la supervivencia mas vela.
Ayudó el alba a la supervivencia y Alí aterido de frío y con el susto en su cuerpo volvió sobre sus pasos a la frondosidad del maizal para dar salida a sus necesidades fisiológicas que se hicieron prioritarias a su precaria vida.
El sol deformaba los espacios y disipaba los miedos, el trajín del día comenzaba, los ruidos dejaban de alarmar y todo parecía ignorar a Alí. Esto le dio suficiente confianza.
En pie, se adentró entre los edificios siguiendo las calles que cada vez tenían mas gente y más coches. Siguió el ejemplo de la gente que determinada iba a un lugar objetivo, pronto se dio cuenta de que él no tenía objetivo, aún así, fue de plaza en plaza, suficiente para que en sus huidizas miradas viera algunas personas afines a su etnia. En su caminar, algunos cambios de rumbo debido a esa alerta puesta en su cabeza por los uniformes.
Se paró en una plaza con estanque, envidiaba a las confiadas palomas por su libertad y su comida.
Se acercó a unos "puestos" donde se vendían herramientas, transistores, gafas, corbatas y fulares.
En principio le miraron con desconfianza y extrañeza pero no le inquietó. No dio un paso atrás.
¿Y tú eres nuevo?, ¿De donde eres?.
• Dijo, soy Alí, Mauritano.
• Ah, ¿Cuándo llegaste?
• Ahora –
• ¿Tienes a donde ir?
• No
• Quédate por aquí.
El "bazar", se desmontó en un instante, por la parte de atrás del estanque se veían caminando dos uniformes y dos enormes atadillos ponían pies de por medio, parecían dos jorobas andantes.
Salieron de la plaza por una calle estrecha, todo sol. Un desvío más y un callejón, todo sombra, empinado. Unas maderas a modo de puerta dieron paso a unas estancias llenas de bolsas plásticas de pobre contenido, la que parecía mas cerrada, estaba cubierta, tenía unos jergones que se suponían camas donde dormir.
Alí era todo ojos. Aquí vivimos "seguros", no nos molestan, dijo el de la piel mas oscura, mas atrás una cocinilla de gas hacía de cocina.
Alí dijo que queréis que haga, El otro con talante mas enfadado dijo, enciende la cocina y calienta esas latas.
Alí obedeció al instante.
Un perro se acercó olisqueando y fue despedido con el lanzamiento de un trozo de yeso al que iba pegado un listoncillo de madera.
Alí se acercó con las latas calientes y el de piel mas clara hizo el reparto.
Alí comió en las latas.
Después de comer se tumbaron en sus catres sin decir palabra y así pasaron las horas.
Alí los miraba entre admirado y receloso. Su angustia se había rebajado. Los atadillos servían de almohada para los que dormitaban.
Alí pasó a formar parte del parque con su propio atadillo, conoció a sus proveedores y a la gente de la ciudad que le miraba con curiosidad, otra con desconfianza que le regateaban todo, la que le animaban con la mirada y en ocasiones le ayudaban.
Conoció otros como él, llegados hace tiempo y recién llegados, todos con su historia detrás y con su ideal por delante.
Los papeles llegaron a ser una obsesión y una utopía. Después de varias tentativas, aproximaciones a los uniformes y riesgos pasados, nada avanzaba.
Algún día Alí se tumbaba a dormir con la conciencia recriminándole aquella caja de fruta que no estaba en el contenedor y de la que se había apropiado en un descuido de la chica de la frutería. Le calmaba pensar en el poco daño que había hecho y en lo reparador que había resultado.
Hizo valer para calmarse aquella situación imperiosa en la que la desesperación del hambre le obligó entre el comercio y la mendicidad a intimidar a aquella señora para que le diera la bolsa de la compra.
Un día Alí se sintió especialmente agraviado por el efecto comparativo de cómo vivían algunos con la vida tan fácil, “sin hacer nada” y él con una vida miserable con ganas de hacerlo todo y sin futuro. Y sin ser plenamente consciente se enfrentó con un "cliente" que le quería pagar una miseria por unas gafas que a el le habían costado el doble. Y aunque otras veces había cedido por comer, o se habría callado, indiferente, en esta ocasión afloró su orgullo y se enzarzó en una agria discusión que llamó la atención de la gente que compartía el parque, también de los uniformes que estaban detrás de él.
A la petición de papeles Alí no sabía que contestar, se nubló su mente, suplicó a los agentes, pero el hombre que quería las gafas "gratis", se ensañó en sus razones, dejando a los agentes sin opciones.
Alí pasó a los calabozos municipales, más cómodos y seguros de lo que había tenido hasta entonces, pero aunque la comida la tenía asegurada, la desazón le comía el espíritu.
Un juez en una vista rápida decretó su expulsión del país, como si fuera un ordenador programado con las normas para este efecto.
Fue trasladado a un puesto - frontera en espera de ejecutar la sentencia.
Alí recordaba las penalidades acaecidas para llegar a un "paraíso" miserable, en donde no había sitio para él, pero más se apenaba cuando pensaba en que tendría que volver al sitio de donde había partido hacía 6 meses.
Su orgullo volvió a jugarle su última pasada.
En un traslado de furgón a calabozo.
Alí echó a correr, no oyó el alto, ni siquiera las dos detonaciones a su espalda. Algo se metió en él que en principio no sintió, después sintió un fuerte ardor en su espalda, se le nubló la vista y sintió, sin dolor, que su cuerpo golpeaba el suelo.
Se sentía bien, tranquilo, algo fatigado, la vista al cielo.
Sombras que se movían llenaron su cielo, un esbozo de mueca sonrisa iluminaba su rostro, en un instante por su mente pasaron tantas peripecias desde su niñez, olvidó su cielo, sólo veía dentro de sí, todo se fue apagando y la película de su vida se fundió a negro.
El aire del desierto se había congelado.
Mohamed no pestañeaba.
Al del turbante azul se le habían humedecido los ojos. Tenía el corazón encogido, los dientes apretados daban tersura a sus mejillas. Su gesto crispado, su boca fruncida.
Permanecieron en silencio unos segundos.
¿Cómo te llamas?, Preguntó Mohamed.
Auatif...
Alí era mi hermano menor, juntos salimos de Orán.
Él, buscando algo mejor y defendiendo "lo ganado", no pudo volver.
La caravana continuó su marcha.
Mohamed les vio alejarse.
En su memoria, Auatif pesaba más que Tenerife y Marsella.
En su ánimo una sensación de pesadumbre, de desesperanza.
csl 13/05/02